Además, en ciudades tan grandes como Hamburgo, y en general en todas las ciudades alemanas donde el transporte ferroviario es tan importante, la estación de tren es un edificio inmenso, con una vitalidad extraordinaria y con un ir y venir de gente que desorienta bastante. Siguiendo las indicaciones de los carteles encontré sin mucho problema la línea de metro que me llevaba a la Universidad y me presenté allí con mi maleta y mi cara de llevar viajando desde las tres de la mañana.
Para encontrar los edificios del campus, me perdí. Sí, me perdí, igual que me he perdido ya varias veces cada vez que he intento conocer una zona nueva de la ciudad. Para poder justificar mis retrasos (ya he desistido, soy impuntual por naturaleza) he aprendido las diversas formas del verbo perder (no pueden usar el mismo verbo, claro, son alemanes y lo tienen que hacer sencillito para gente como yo), verpassen, verlieren, (sich)verlaufen. Para los interesados, ya les explicaré la diferencia según el contexto. Cuando me encontré, fui directamente a secretaría para resolver mis papeles, pero estaba cerrada. Sólo pude encontrar a un grupo de españoles que hacían cola para un viaje a Berlín subvencionado por la Uni. Fui a comer con ellos y en pocos minutos pensé, mejor sola que mal acompañada. Algunos de ellos son realmente simpáticos, pero en solitario. Como colectivo, el grupo de españolitos o en su defecto mejicanos, no me interesan. El punto positivo fue que al menos conocí un menthor alemán que me acompañó hasta el albergue juvenil. No me dejó sola hasta que los papeles estuvieron terminados y la llave de la habitación estaba en mi mano. Estas fotos tan coloridas son de la habitación del albergue en el que pasé dos largos días. Como se puede apreciar, aquello era un caos. Yo me sentía limpia y ordenada en comparación con mis compañeras. La habitación era demasiado pequeña para alojar a tres alemanas histéricas (niñas pijas que celebraban el cumpleaños de una de ellas, 18 años, ¡qué tierno!), dos turistas japonesas (que no se enteraban de nada, pero que eran muy educadas y amables) y una servidora (me ahorro los comentarios, ya me conocéis). Espero poder hablar algún día sobre las dos japonesas, porque surgió la amistad rápidamente, aunque sabíamos que nuestra convivencia era algo fugaz.
Durante aquellos dos días me limité a ir a la Universidad a resolver papeleo y a dar pequeños paseos por los alrededores del albergue. La verdad es que había
escogido el mejor situado, justo al lado del centro de la ciudad, en el barrio que se llama St. Pauli. Es el antiguo barrio chino, pegando al puerto y abarrotado de clubs nocturnos para marineros solitarios. Actualmente, es el barrio húmedo de la ciudad, plagado de bares y discotecas, especialmente a lo largo de la calle llamada Reeperbahn, algunos de los cuales prestan además otra clase de servicios (striptease y algo más). Me recuerda considerablemente al ambiente que se respira en el Barrio Rojo de Amsterdam, a excepción de los coffeshops, claro. Del mismo modo, no son zonas por donde se pueda caminar sola, de noche, sin entender nada y con cara de perdida. No es peligroso, pero hay que conocerse algunos rincones oscuros por los que es mejor no pasar. Conociendo el percal de lo que me reodeaba, que suena interesante, pero no para salir sola a la aventura, preferí permanecer en el albergue, a la espera de mejores tiempos. Me conformé con disfrutar de las espléndidas vistas del puerto de St. Pauli al atardecer, un paisaje perfecto para empaparse de la esencia portuaria de la ciudad.