Saturday, January 14, 2006

El regreso: Madrigal de las Altas Torres


Mi pueblo se llama Madrigal de las Altas Torres. Un nombre precioso y rimbombante para un lugar insignificante...


Una isla. Eso somos. ¿Una isla o una balsa? Un círculo perfecto diseñado para flotar en los mares de cereal y polvo, en la inmensidad de la meseta. De día el sol nos guía. Por la noche las estrellas nos orientan, como siempre han hecho con los marinos...



Al recordar mi pueblo se me viene a la boca un intenso sabor a tierra, tierra seca por el sol y el viento, tierra vieja. Y de repente el mundo se divide en dos: cielo y tierra. Y en medio el aire, que no es nada, se resume en una línea: el horizonte.



¡Qué distintas se ven las cosas desde la distancia...! ¿De verdad? En cierto sentido sí. La distancia no enfría los rencores y sí engrandece los recuerdos. No supone una mayor objetividad, sino más bien la amplificación de lo vivido. Suele producir un sentimiento de pérdida, de soledad, de carencia de lo propio. A mi no me sucede eso con mi pueblo. La distancia no infunde en mí ningún sentimiento de nostalgia ni de morriña. Pero tampoco me permite tener un punto de vista elevado desde el que observar los hechos de forma objetiva, olvidando el pasado.




Madrigal..., ese pueblo perdido en la meseta castellana, congelado en la historia y olvidado en el presente. Su constitución, su forma, su fisionomía, siempre me han provocado emoción y en cierta manera orgullo. Sus gentes, sus anécdotas, sus costumbres, siempre ajenas a mí, madrigaleña de cepa, avergonzantes para cualquier persona con sentido común. ¡Cómo vivir en un conjunto histórico artístico formidable, rodeada de la zafiedad y violencia de unas costumbres tan medievales como los muros que lo encierran!





Como no tengo nada bueno que contar sobre Madrigal, ni ganas de despotricar contra él me quedan, tomaré el poético nombre de mi pueblo como ejemplo, y dejaré su descripción en palabras de Unamuno y a la imaginación de cada cual.




Ruinas perdidas en campo

que lecho de mar fue antes de hombres,
tus cubos mordieron el polvo
Madrigal de las Altas Torres.
Tú la cuna de Isabel, tumba
de don Juan fatídico brote:

cayó en Salamanca dorada
Y en Ávila, hoy, fúnebre corte.
Medina del Campo sueña

-cigüeñas, cornejas alborde-

el de César Borgia, ¡qué salto!,
San Juan de la Cruz que se esconde.
Cielo del águila bicéfala,
nubarrones llegan del Norte,

Maldonado, Bravo, Padilla.
Lutero a lo lejos responde.
Don Sebastián el encubierto,
el rey del misterio, el Quijote
de Portugal, ¡ay pastelero!,

Venías quien sabe de dónde...

Fray Luis de León, ojos, manos

se doblan la última noche,
quebrada la cárcel de carne,

Su mente al sereno se acoge
Castilla, Castilla, Castilla,
madriguera de recios hombres:
tus castillos muerden el polvo,
Madrigal de las Altas Torres,
ruinas perdidas en lecho,

y a seco, de ciénaga enorme.





Entre estos muros se respira la esencia de España, siempre a medio camino entre Europa, África y América, impregnada de mil culturas y civilizaciones, siempre tosca y ruda, pero bella, siempre en continuo conflicto de identidad, siempre vacía y sola, anclada en el pasado. Plagada de individuos geniales y de masas descontroladas. Siempre en conflicto consigo misma.



Pero no puedo olvidar que en estas tierras solitarias aprendí a ser yo...



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